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La reivindicación estética. Del mayo del 68 a la Colombia del 2020

Actualizado: 17 dic 2020

En estas pocas palabras, Patricia Badenes resume uno de los puntos de vista más generalizados sobre lo que fue el Mayo del 68 en Francia. Esta opinión ha sido defendida por muchos, incluso, por intelectuales franceses de la talla de Jacques Lacan. Cuando este fue “interrogado sobre qué se podía esperar del movimiento, si realmente iba a producir un cambio significativo en la sociedad, Lacan respondió: “Como revolucionarios [los estudiantes] son histéricos que están pidiendo un nuevo Amo. Lo obtendrán”” (Salazar, 2017). Así, Lacan consideraba que el movimiento era simplemente un movimiento de “histéricos” que buscaban, sin saberlo, una nueva forma de su propia opresión:

El histérico es, en el plano social, el siervo que responde disciplinadamente al estímulo de un Amo quien, a fuerza de negarlo, lo mueve a generar el objeto causa del deseo que será el instrumento de manipulación del Amo. En otras palabras, el histérico es aquel que, creyendo que ha encontrado la forma de cuestionar el lugar del saber que legitima a la autoridad, sin darse cuenta, solamente produce una nueva figura de goce. Si el Amo logra apropiarse de esa articulación discursiva que aglutina a todos los sujetos deseantes que se dirigen a él en busca de reconocimiento, podrá encontrar el camino para perpetuar su dominio basado en la negación del otro. Todo lo que tiene que hacer es crear una nueva forma de satisfacción que sea, en el fondo, una manera de negación más radical que la anterior. Por ejemplo, ¿qué son los “logros” de las revoluciones, si no nuevos satisfactores que dan respiración artificial a las estructuras de opresión? ¿O puede decirse que los grandes movimientos revolucionarios han abolido el discurso del Amo? Me parece que no. Solamente lo han hecho más sutil, más difícil de identificar, más cercano (Salazar, 2017).

Si se juzga desde sus efectos en “las estructuras sociales” o la forma y carácter del Estado, el movimiento del 68, probablemente, sea un simple juego de niños que causó breve conmoción en las calles francesas. Pero, comenzando como una lucha en Nanterre en contra de la división de las residencias, unas para hombres, otras para mujeres, y terminando en protestas de los trabajadores de Renault que alegaban por la mejoría de sus condiciones laborales, el mayo del 68 no fue un movimiento organizado: no había un fin, diferente a uno estético, dibujado en el horizonte. Por eso, Badenes nos recuerda que:


uno de los aspectos que tal vez más se desconoce de Mayo del 68 es que detrás de lo social y político, se escondía una gran efervescencia creativa. El poder de la palabra, la imaginación, la creatividad... adquirieron un valor y una importancia que, aunque latentes, hasta entonces estaban ocultos. Mayo del 68 fue una gran fiesta donde la creación alcanzó unos límites inauditos. Todo el mundo quería hablar, pintar, escribir, etc. (...) Mayo del 68 fue, como algunos lo han definido, un maravilloso sueño colectivo, una explosión de creatividad inusitada, un derroche de imaginación sin límites, un canto a la vida, no a la que nos obligan, sino a esa vida no vivida (...). Durante casi treinta días parecía que todo, absolutamente todo, era posible. Era el momento de ser realistas y pedir lo imposible (Badenes, 2006, p. 24).


Esto nos hace pensar en que lo sucedido en las calles de París poco tiene de parecido con el ideal que cualquiera de nosotros pueda tener de una manifestación: un movimiento jerárquico, en donde las peticiones justifican la salida a las calles. El mayo del 68 no fue esto. Fue más bien una fiesta, un momento de acción, de reconocimiento individual en las pasiones, de hacer por hacer. En definitiva, el mayo del 68 es un cuadro que se pinta sin los trazos finos de un pincel, sino mediante la salpicadura y las manchas del bote de pintura que se deja caer sobre el lienzo. Así, parece que mayo del 68 es uno de esos momentos en la historia que encarnan las ideas más profundas de Jacques Rancière: la estética como camerino o antesala de la función de la política (Rancière, 2000). La política, según Rancière, no es un ámbito desligado de la estética, sino que esta está a la base de aquella. La estética se remite a lo sensible: a lo que puede ser visto (no sólo en términos visuales, sino en términos de lo que se nos da a sentir), a lo que puede hacerse y a lo que puede pensarse. Es así, como la estética, para Rancière, puede tomarse como


el sistema de formas a priori que determinan lo que se da a sentir. Es un corte de los tiempos y de los espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y del ruido que definen a la vez el lugar y la problemática de la política como forma de experiencia. La política trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver, y la cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo (Rancière, 2000 p. 10).


Lo anterior deja entrever la relación intrínseca entre estética y política, pues ese tejido sensible (esos espacios y tiempos) están partidos y repartidos de determinadas maneras, definiendo unos “lugares y partes respectivas”. En este sentido, el reparto de lo sensible se “funda en un reparto de los tiempos y de las formas de actividad” (p. 9). Esto termina por definir qué es visible, quién es visible, quién puede hacer parte y quién está excluido de ese común. Y es por esto que, para Rancière, a la base de la política hay una estética: una configuración, una partición del tiempo y espacio que compone el sensible común. Por tanto, podríamos decir que, así como en la Francia del 68, en la Colombia de hoy también se presenta la intención de tejer un nuevo reparto de lo sensible. Este es un problema, no sólo político, sino, principalmente, estético. El mayo del 68 y el paro nacional son nuevas formas de romper con ese reparto dado; son nuevos intentos por cortar los tiempos y los espacios de una manera diferente.

Todo esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿están las manifestaciones atravesadas por una dimensión estética? Aquellos que no estén de acuerdo con este tipo de manifestaciones se cansarán, en el peor de los casos, de presentarlas como acontecimientos nacidos de “caprichos” de “estudiantes ingenuos” y “gente ociosa” y, en el mejor de los casos, de reducirlas a reivindicaciones esencialmente políticas. Creerán que la irrupción de las personas en las calles es un acontecimiento más. En últimas, dirán que es inútil. Sin embargo, la manifestación, en sí misma, provoca un nuevo reparto de lo sensible, un nuevo corte en los tiempos y en los espacios, arrojando luz sobre aquello que era invisible y, así, poder alzar la voz en contra del reparto ya partido. De esta manera, la manifestación no es sólo un acto político: es político en tanto que es estético. Estético, no en el sentido que trata el problema de lo bello, sino en tanto que reconfigura la experiencia común, al buscar establecer modos de ser sensibles novedosos. Así las cosas, el mayo del 68 y el paro nacional en el 2019 son momentos de ruptura.

En el marco de las manifestaciones del paro nacional en Colombia, podemos ver el resurgimiento del debate que se dio en Francia en el 68: ¿sirven de algo las manifestaciones y las expresiones de protesta? En su columna Las caras de la protesta, Hector Abad (2020) se lamentaba por la disimilitud, heterogeneidad y diversidad de las reivindicaciones que se hacían en el paro nacional, tanto así, que creía que estas llegaban a ser contradictorias. Esto haría, entonces, que la protesta tuviera una alta probabilidad de fracaso, al no encontrar una vía para tramitar demandas tan variadas. Sin embargo, esta posición nos recuerda a aquella postura generalizada frente al mayo de 68: la protesta como un movimiento que, en últimas, no logra cambiar la forma de vida ni las estructuras sociales.

P ero parece que esta opinión surge porque no se presta atención a la dimensión estética de las manifestaciones. Así el paro no haya logrado derrocar al presidente Duque o haya transformado radicalmente las condiciones laborales y de vida de millones de colombianos, sí nos presenta algo nuevo. Además, la postura de Abad también está invadida por una idea nefasta sobre la movilización social: la necesidad de que sea unívoca, homogénea, coherente y racional. No obstante, esto olvida que la protesta, en tanto acto estético, está, como diría Rancière, “habitado por una potencia heterogénea”, en donde conviven múltiples fuerzas, intereses, subjetividades y contradicciones. La manifestación es una expresión estética que, así como el modo de ser sensible propio del régimen estético, se sustrae de sus “conexiones ordinarias”. Por este motivo, tratar de imponer en la manifestación una jerarquía entre medios y fines, entre razón y acción, entre materia y pensamiento se vuelve absurdo. Por eso, Pedro Zuluaga (profesor de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes) nos recuerda que:


aunque el paro nacional haya tenido una imprevista deriva festiva, convirtiéndose en una suerte de carnaval regado por plazas y calles del país, está lejos de ser una celebración homogénea. Sus manifestaciones han sido múltiples así como la forma de interpretarlas. Buena parte de las suspicacias o críticas a la carnavalización del paro han venido de sectores tradicionales de la izquierda que ven el peligro de que en medio de tanta alegría y festividad se diluya el propósito inicial de la movilización, anclado –para estos sectores– a la conquista de mejoras concretas en el ámbito laboral y pensional, o a reformas en educación y salud (Zuluaga, 2019).


Lo dicho por Zuluaga nos permite ver la relación que tienen las expresiones del paro con un nuevo modo de ser, con ese modo de ser sensible del que Rancière habla para el régimen estético de identificación de las artes. Es este nuevo modo de ser (el cual reaparece en las manifestaciones) que hace que el paro provoque una alteración en el tejido sensible del común colombiano. Es por esto, que el paro nacional se convierte en una forma de trastocar el reparto de lo sensible que se había establecido:

en el paro nacional parecen salir a flote formas no previstas de subjetividad e intersubjetividad; maneras nuevas de cuidarse y estar juntos, pero también de abrirse al riesgo y la aventura. El paro nacional ha creado un pequeño agujero en ese conformismo señalando vías de reconocimiento real y concreto de la diversidad y la diferencia: nos hemos mirado y tocado, hemos sentido cerca otros cuerpos y olores, e iniciado conversaciones con extraños en contra de lo que dictan los protocolos del autocuidado (Zuluaga, 2019).


Lo interesante aquí es que el paro ha permitido que surjan nuevas combinaciones y nuevas posibilidades de relaciones en el espacio común, que serían impensables en el acontecer cotidiano. De aquí proviene la posibilidad que tiene el paro de trastocar ese sensible y la forma en la que se configura. Y es este su carácter estético e, incluso, artístico. Es por esto que podemos establecer paralelos entre las manifestaciones del paro nacional (así como las del mayo del 68) y lo que Rancière llama el régimen estético, pues estas expresiones de protesta tratan de un nuevo modo de ser sensible que tiene un carácter de irrupción y de subversión de los recortes y distribuciones de tiempos y espacios dados. Así, las manifestaciones se podrían concebir como obras de arte, como lienzos que nos muestran algo nuevo. Para ver esto, detengámonos en las imágenes 4 y 5 del anexo.

Lo que vemos en estas imágenes es cómo los manifestantes se toman las calles y le dan una nueva posibilidad, un nuevo uso. Este era antes un espacio de mero tránsito, sólo un medio para llegar a algún lugar, en el cual cumplir con las tareas intrínsecas a una ocupación dentro de la sociedad. Era un espacio no muy significativo para las personas. Pero, ahora, este es un espacio que se llena de sentido. Ahora tiene un modo de ser sensible nuevo, pues es un espacio que se presta para protestar, que se convierte en un medio (de mostrar una inconformidad) y a la vez un fin (pues la protesta consiste en llenar ese espacio de cierta forma).

Estas avenidas, que antes eran un espacio por dónde pasaban los automóviles y los buses atiborrados de gente, son ahora un lugar que se reconfigura y que permite hacer visibles cosas nuevas que antes estaban escondidas e invisibles en el cansancio y el trajín cotidianos. En el paro, este espacio es reivindicado y apropiado por los manifestantes para mostrar algo que no se veía antes: el descontento, la falta de oportunidades y su propia existencia. Los ciudadanos ya no aparecen en este espacio como meros seres autómatas que van a cumplir una función para mantener una empresa o una economía, sino que ahora son subjetividades que pueden alzar su voz. Ya no son sólo sujetos que únicamente tienen tiempo para sobrevivir. Por esto, estas manifestaciones hacen que se reconfiguren el espacio y el tiempo, rompiendo la partición de ocupaciones y tareas; la jerarquía entre quienes tienen tiempo para el ocio y para la vida pública y los que sólo tienen tiempo para el trabajo. Se está proponiendo, así, una nueva partición de lo sensible y se están definiendo nuevas posibilidades y propiedades de los espacios y lugares cotidianos. Cuando vemos estas imágenes, vemos ese rompimiento: un nuevo modo de ser, una experiencia del espacio y del tiempo que es diferente a la ordinaria. Según Rancière, en el régimen estético, “una obra de arte será aquella que ocasione una experiencia alternativa a la ordinaria, donde el sujeto puede liberarse de las relaciones usuales en todos los niveles: las jerarquías de poder/dominación, el predominio de la razón sobre la sensibilidad, la imposición de la forma sobre la materia” (Pérez, 2012). Vemos entonces, la conexión que tendría la manifestación con el arte mismo, al permitir una desconexión con el modo de experiencia cotidiano, lo cual abre la puerta a un nuevo modo de sentir, experimentar, habitar y dar sentido al espacio y al tiempo de la calle y la ciudad.

De esta manera, el paro nacional nos remite a una suerte de inversión: allí donde antes había un fin determinado (e.g. la vía que está destinada al transitar del automóvil) ahora no hay más que un espacio por repartir de una nueva manera. Lo interesante, es que cuando el espacio se trastoca, cuando su finalidad se ve desbaratada, estamos también ante una transformación en los roles sociales. Consideremos la imagen 6. Los escudos que cargan los estudiantes hacen referencia a una de las instituciones más polémicas del Estado colombiano: el ESMAD. Surgida como una fuerza para mantener el orden público, el ESMAD es la fiel representación de lo que significa querer mantener intacta la repartición sensible. A la manera de un escuadrón que aboga por el orden social, la división de las tareas en el espacio, el reparto del espacio mismo que ha de ser llenado con ciertas actividades y no otras, el ESMAD, en últimas, es el símbolo de la lejanía entre el ciudadano y el Estado, entre el transeúnte y el poder. El escudo, la protección, el bolillo, son la distancia que se alza entre aquellos que defienden la división espacio-temporal y los que buscan cambiarla. No obstante, esos mismos símbolos, en el contexto de una manifestación, son ahora invertidos (surge un nuevo modo de ser sensible): los marchantes cargan los escudos del ESMAD frente a su pecho con la intención de hacer ver que ahora son ellos los protectores. En la manifestación, el Estado pierde su autoridad: los estudiantes son los que protegen. Lo paradójico es que la línea de defensa de los estudiantes no tiene un reparto que proteger. Aquello que protege, en términos de Rancière, es la potencia heterogénea de los marchantes. Dicha potencia no consiste solo ideas y reivindicaciones. En últimas, la potencia es una expresión estética: un régimen de identificación particular. El marchante de aquí y allá, el espectador de la acera o el balcón, el periodista testigo, etc., tienen en sí una forma particular de identificación de lo visible y del pensamiento. Y, solo en estos contextos, le dan principio de realidad.

La inversión, entonces, es una de las características estéticas centrales de la manifestación (así como del régimen estético). Ahora, la inversión momentánea de los roles sociales no sería posible sin la expresión. La manifestación, además de tener unas ideas y pensamientos que la motivan, tiene formas de representar dichas ideas y pensamientos. De hecho, la expresión es la que hace de la protesta algo más que un simple acontecimiento político. Lo que busca no es pasar una lista de peticiones para que sean tenidas en cuenta. Busca, por sus propios medios, extenderlas al plano real. El manifestante del mayo del 68 o de la Colombia del 2019 no quiere que sea el Estado el que se apropie de sus causas. Él mismo se encarga de hacerlas visibles, no basándose en la técnica, sino en la disrupción de la acción. Empecemos por lo más obvio. El 8 de diciembre, varios artistas se reunieron en una suerte de carroza móvil para presentar un concierto a favor de los manifestantes y en contra de las medidas del gobierno. Artistas y manifestantes se reunían en las calles para, a través del canto, expresar la molestia y la inconformidad. Así, la música se convirtió en un medio para que los deseos y pasiones que le subyacen a la manifestación se mostraran tangibles. Con la acción artística, la manifestación encuentra los hilos necesarios para comenzar el tejido del nuevo sensible por el que se aboga. Por ende, separar la manifestación de su expresión, de los medios que utiliza para hacerse real, reducirla a elementos políticos, es desconocer la particularidad de este acontecimiento.

Sin embargo, muchos dirán, con razón, que este tipo de expresiones no son expresiones legítimas, en tanto que no son espontáneas, sino que están atravesadas por elementos técnicos. De esta manera, este tipo de expresiones caerían bajo el régimen poético que Rancière postula: la organización, la manera de hacer, es lo central (Rancière, 2000). Si bien esta es una crítica pertinente, desconoce que la manifestación no se desancla de la potencia heterogénea de la expresión. Es decir, junto con expresiones de este tipo, organizadas y técnicas, encontramos también las más espontáneas y disruptivas. Ejemplo de esto son las imágenes 8 y 9 del anexo. En la primera, vemos una estudiante que, ante la represión de la policía, decide tomar un poco de pintura y adoptar la posición de un muerto. De esta manera, lo que busca es expresar, hacer tangible, el miedo de los manifestantes ante la creciente represión estatal. Como se ve, la espontaneidad está también presente en la expresión. Si, por ejemplo, este no hubiera sido un día de enfrentamientos entre el ESMAD y los estudiantes, la acción de la estudiante carecería de sentido. Así, la manifestación, más que ser un movimiento pensado, es una fluctuación que responde ante el acontecimiento inmediato. Acá se alza un buen ejemplo de la manifestación como fenómeno del régimen estético de Rancière. A diferencia del régimen representativo, encarnado en expresiones teatrales, en el régimen estético la inacción se toma la acción. La estudiante que se tira al piso muestra que ya no se prepondera la acción, el movimiento, por encima de la quietud, el reposo. La expresión no depende de la manera de hacer (i.e. la estudiante que mediante la palabra y la acción elocuente denuncia la represión), sino del modo de ser sensible que se alza. Algo similar ocurre con la imagen que muestra estudiantes corriendo en medio de la marcha. Lo interesante de la imagen es la expresión de los rostros. En ellos se ve una extraña alegría, muy alejada de la imagen tradicional del que corre, ya sea huyendo de algo o en competencia. Acá, los manifestantes, de nuevo, expresan el venir del cambio mediante la inversión de una acción tan sencilla como correr. Estos dos casos, son una muestra de la paleta de colores heterogénea de la expresión. Algunos, como en el caso del concierto, acuden a medios técnicos para visibilizar la reivindicación. Otros, apelan a la espontaneidad y al instante para dejar una marca en el espacio sensible del poder de la manifestación.

Ahora bien, cuando se toca el tema de la expresión, surge inmediatamente un tema rocoso: la expresión violenta. Todo aquel que haya seguido alguna de las manifestaciones contemporáneas, habrá sido testigo de una idea repetida: los Estados contemporáneos no se oponen a la manifestación, a menos que ésta desemboque en acciones violentas o que interfieran con el desarrollo cotidiano. Con respecto a esto último, los ejemplos de las calles que cambian su razón de ser muestran de manera clara que, en tanto que la manifestación busca un nuevo reparto de lo sensible, ha de trastocar el discurrir de la actividad diaria. Así, este tipo de críticas y oposiciones a la manifestación no hacen sino reforzar nuestro punto. Tomemos un ejemplo. Salud Hernández (2020), en una columna para Semana, se opone a las acciones de un grupo de estudiantes que, siendo una “(...) minoría, decidió en nombre de 27.700 estudiantes de la Distrital, cesar actividades”. Hernández se refiere a algunas manifestaciones en enero del presente año que bloquearon la entrada a la Universidad Distrital y el paso por importantes avenidas. Con estas acciones, según ella, “no avanzamos”. En el fondo del discurso de Hernández se encuentra la clásica concepción liberal de la libertad: “mi libertad termina allí donde comienza la libertad del otro”. Bajo esta arenga, la manifestación es criticada porque no permite el transcurrir normal de las actividades diarias: el transporte se colapsa, las avenidas dejan de ser avenidas, las calles no son espacios de paso sino de encuentro, etc. Lo interesante es que este tipo de críticas, a diferencia de lo que se puede pensar, sí captan el carácter disruptivo de la manifestación: se oponen a una forma de expresión, cobijándose en las ideas más profundas del reparto de lo sensible actual: la libertad no es diferente de la propiedad. Así como la propiedad termina donde comienza la del otro, la libertad del sujeto está restringida al espacio que posee. De esta manera, cuando la manifestación se rechaza porque no se acopla al orden estatal, es porque la expresión está siendo fructífera: está cuestionando la distribución espacio-temporal de las funciones y de las posesiones.

El caso de la violencia es más complicado. Como dijimos, los Estados llamados democráticos están más que a gusto con una manifestación ordenada. Sin embargo, el adjetivo “violento” empieza a aparecer cuando se quiere rechazar la manifestación. Uno de los propósitos de nuestro texto es mostrar que la manifestación es rechazada porque no se reconoce como un acontecimiento estético que propende por un reparto de lo sensible nuevo. El tema de la violencia nos lleva a pensar que quizá hay algo que estamos pasando por alto. Puede ser el caso que muchas de las críticas y oposiciones que surgen ante la manifestación sí tengan origen en un reconocimiento efectivo de la potencia estética de su acontecimiento. No hay mejor estrategia para deslegitimar cualquier protesta que caracterizándola como violenta. Así, ante la presencia y el reconocimiento de la potencia, se aseguran los defensores del reparto de lo sensible actual su continuidad. Si bien no pretendemos hacer una apología de la manifestación violenta, sí queremos que, a la hora de llevar a cabo un análisis teórico, el tema de la violencia no sea rechazado de entrada sin considerar lo que está en juego. Consideremos la portada que muestra la imagen 10. Acá, Semana está caracterizando los términos de “protesta” y “violencia”. En cuanto al primero, lo equipara con “protesta pacífica”. Así, la manifestación legítima, al menos la aceptada, ha de ser pacífica. Sin embargo, ¿qué entiende Semana por pacífico? La caracterización que hace de “violencia” sirve para responder la pregunta. En el subtítulo, la violencia se presenta como “actos vandálicos”. Por ende, lo pacífico, en este contexto, sería la ausencia de actos vandálicos. Llegamos así al punto central: la violencia de la que tanto se habla en los contextos de la manifestación es entendida, en la mayoría de los casos, como vandalismo. Las connotaciones de la palabra vandalismo no pueden ser pasadas por alto. El vandalismo es pensado como el ataque hacia los espacios físicos. De esta manera, el paro nacional devino violento cuando se empezó a atentar en contra de las estaciones de Transmilenio, de la pulcritud de las paredes, la transparencia de los vidrios, etc. Con esto, queremos mostrar que, al igual que la posición de Hernández, el rechazo a la violencia en el contexto de la manifestación, al menos en nuestro caso de estudio, es un rechazo de los atentados contra el inmobiliario. Por ende, estos rechazos son otra evidencia más de la potencia estética de la manifestación que busca un nuevo reparto de los espacios materiales y sociales.

Es verdad que el párrafo anterior puede pecar de ingenuo. No es cierto que la violencia sea siempre equiparada con vandalismo. No obstante, queremos hacer ver que las nuevas categorías que surgen y que se refieren a las manifestaciones están atravesadas por un reparto de lo sensible y por el reconocimiento de la potencia de la protesta. Ahora bien, ¿qué hacer con aquellos casos en donde la violencia no solo es una acción contra la propiedad sino que hay más elementos en juego? Para responder a esto, debemos volver al mayo del 68. Según Sokhi-Bulley (2016), el mayo del 68 fue una de las fuentes que llevó a los trabajos de Foucault sobre la resistencia (2016, p. 324). Para referirse a este fenómeno, Foucault prefirió el vocablo contra-conducta (counter-conduct) sobre términos tradicionales como “revuelta”, “desobediencia”, “disidencia”, etc. La razón de esto, es que los términos mencionados, no captan, según Foucault, la potencia productiva de la resistencia (Sokhi-Bulley, 2016). Por el contrario, hacen que la resistencia y sus formas tengan una connotación meramente negativa. De esta manera, si seguimos la recomendación de Foucault, las manifestaciones, en tanto que son una forma de resistirse a un reparto de lo sensible, deben caracterizarse como contra-conductas.

A partir de la noción de contra-conducta, Sokhi-Bulley (2016) nos insta a repensar las manifestaciones ocurridas en Inglaterra durante el verano de 2011. Al igual que en el caso colombiano, estos acontecimientos fueron rápidamente rechazados por el desorden que generaron. Así, la manifestación fue llamada “England’s summer of disorder”:

The riots were described by politicians, councils, the courts and the media as criminal – and only criminal. Prime Minister Cameron addressed the nation by saying “what we know for sure is that in large parts of the country this was just pure criminality”. Politicians launched new legal penalties such as granting “mandatory power of possession” lo landlords, allowing them to evict tenants for antisocial behavior and criminal convictions. Councils supported the aim to evict rioters, claiming they had made themselves “intentionally homeless” and asserting “we do not want you in our community”. The media engaged in a huge “snitching” campaign, enticing the public to name and report suspected rioters (Sokhi-Bulley, 2016, p. 327).


Esta caracterización, fue compartida por pensadores como Badiou y Zizek, que criticaron los riots de London al no tener un “único eslogan” o “idea poderosa” que guiase las manifestaciones. Al igual que Héctor Abad, Zizek y Badiou siguen viendo la manifestación como un acontecimiento unidireccional, sin recorrer sus potencialidades heterogéneas.

Ahora bien, si la manifestación de 2011 en Inglaterra se ve bajo los lentes foucaultianos de la contra-conducta, “The rioters, rather than performing only meaningless outburst, are refusing the conducting power of the police and the governmentality of responsabilization” (Scholi-Bulley, 2016, p. 329). En este sentido, lo que busca Sokhi-Bulley es que la caracterización apresurada de la manifestación, la tendencia a adjudicarle un carácter criminal, no comprende el acontecimiento: la manifestación, en tanto contra-conducta que se opone al poder, no ha de reproducir los medios por los que el poder se manifiesta. Así, en el caso colombiano, el vandalismo y la violencia de la que se habla es una subversión del poder. Lo que Foucault, en boca de Sokhi-Bulley (2016), nos dice, es que si la manifestación ha de considerarse de manera seria, no puede ser leída con los anteojos del orden preestablecido, es decir, bajo la lupa del reparto de lo sensible actual. De esta manera, la violencia termina siendo una nueva expresión, quizá la más opuesta a los valores contemporáneos. Al estar enmarcada en el régimen estético, la manifestación tiene modos de ser sensible disímiles: solo un instante separa la quietud del movimiento, la tranquilidad del temor, y, también, la paz de la violencia. La contradicción no rompe con la intención de la manifestación: son los diferentes modos de ser los que terminan por llevar la política a un plano estético. La idea con esto, de nuevo, no es hacer una apología de la violencia, sino repensarla como un acontecimiento complejo en el contexto de las manifestaciones.

En definitiva, este ensayo quiere mostrar que el mayo del 68 fue un punto de ruptura para las manifestaciones venideras: la potencialidad estética se hizo más presente que nunca. Y estas manifestaciones se pueden leer a la luz de lo que Rancière llama el régimen estético. Un ejemplo de esto, es el paro nacional colombiano de 2019. Ambos acontecimientos son evidencia de la política en términos de Rancière: un evento esencialmente estético que propende por un mundo nuevo, por un reparto de lo sensible novedoso. De esta manera, con los ejemplos mencionados, se quiere señalar que un relectura de la manifestación a la luz de estas ideas es fundamental. De la misma manera como Rancière utiliza a Gauny para mostrar el proceso de singularización de una masa confusa (los obreros) (Patiño, 2017), aquí buscamos singularizar las expresiones de la estética presentes en la manifestación para evitar que sea reducida a nociones tradicionales: el aglomerado organizado que propende por un mismo fin. De lo contrario, seguiremos reproduciendo posturas como las de Abad y Hernández que no reconocen el potencial que subyace a toda manifestación. Más allá de afirmar que la manifestación es buena o mala, ética o no-ética, el ensayo pretende señalar la complejidad del fenómeno. Sin embargo, llegados al tema de la violencia, queda abierta una pregunta: ¿cómo leer la violencia política, tanto de las manifestaciones como de cualquier otro acontecimiento, reconociendo su potencialidad estética? Lo que aquí se quiso mostrar, es que, en principio, la violencia parece ser un modo de expresión, un modo de ser sensible que se desarrolla en la función de la política. No obstante, somos conscientes de los problemas que puede suscitar esta idea. Por ende, dejamos abierta la cuestión para seguir siendo discutida y abordada. Lo que queremos indicar, es que recurrir a lugares comunes que rechacen todo acto violento de entrada no siempre es provechoso.


Anexo.

Presentamos acá las imágenes a las que nos referimos a lo largo del texto.











Referencias.

Zuluaga, P. (2019). Paro nacional o una fiesta por la vida (pero mejor). Recuperado de: https://www.revistaarcadia.com/agenda/articulo/paro-nacional-o-una-fiesta-por-la-vida-pero-mejor/79592

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